Vivir para la muerte, huir de la violencia

Por Edgar Ávila Pérez

marzo 20, 2022 | 3:18 am


un padre sostiene la foto de su hijo desaparecido

Este reportaje es parte del Hub de Periodismo de Investigación de la Frontera Sur, un proyecto del Border Center for Journalists and Bloggers

Veracruz, Ver.- En una de sus caminatas por la Laguna Lagartos, un cuerpo de agua rodeado por fraccionamientos populosos, su nieto Yael Santiago, con la inocencia de un niño, le soltó una duda que le atravesó el corazón.

— “Oye, Tata ¿y mi papá no te dejó un teléfono?”

El rostro de Don Mario Herrera Nato, un taquero de 53 años, se descompuso. Tragó saliva, contuvo la respiración. Quiso entender las dudas de Yael sobre la desaparición de su papá.

Siempre le hablan con la verdad, pero son más las interrogantes del niño de ocho años. Busca incansablemente una manera de encontrarlo, de hallarlo y hacer que vuelva. Eran inseparables y la ausencia es inexplicable desde su mundo de niño.

Y antes que el abuelo pudiera reaccionar, su amado nieto remachó: “todo el mundo tiene un teléfono, algún teléfono para hablarle”.

Los recuerdos se le agolparon. Paró en secó las lágrimas que estaban a punto de brotar y sacó fuerzas de lo más profundo de su ser, mantuvo la cordura, la tranquilidad y la paciencia. 

— “Pues no, porque él sabe mi número y cualquier cosa, pues me llega a hablar”, respondió y se quedó en silencio, aguantando, estoico. “No debe verme llorar”, se dijo. 

En la soledad, sollozó por su hijo José Roberto Herrera Reyes.

Y recordó cuando años atrás llegó al hogar de su muchacho y descubrió un desorden completo. Ningún objeto en su lugar, como si un violento viento del norte hubiera ingresado a las habitaciones y permanecido ahí durante horas. 

Los cajones de las cómodas revueltos y tirados estaban por doquier; La ropa manoseada y los muebles de la sala patas arriba; en la cocina todo utensilio sacado de su lugar. Hurgaron en cada rincón.

Seis meses antes, su chaval de 21 años decidió independizarse y se mudó a esa vivienda de la colonia Primero Mayo, en uno de los barrios más viejos de la ciudad de Veracruz, donde hace años formaba parte de los suburbios pero el crecimiento urbano terminó por absorberlo y quedó en la zona centro. 

Ver la escena provocó un sentimiento indescriptible. Sabía que nada bueno había pasado cuando vio todo revuelto.  Lo sabía porque la muerte se había enseñoreado en el puerto de Veracruz durante años.

La alegría de los jarochos, esa que se contagia con su música, sus famosos platillos y sus palabras sinceras, todo había sido opacado por una encarnizada lucha de la delincuencia organizada por imponerse al Estado.

Los asesinatos a sangre fría y a plena luz del día, los cuerpos arrojados en la vía pública como trapos desechables, los tiroteos en el boulevard turístico formaban parte de una memoria oscura en uno de los puertos mexicanos más importantes y con una veta turística.

Y cuando aquel 19 de febrero del 2018 una vecina llamó a su celular, el mundo se le vino encima. Escuchó atento a aquella mujer que le narró cómo un convoy de presuntos elementos de la Policía Federal, perfectamente uniformados y a bordo de dos camionetas blancas, interceptaron a su hijo cuando se estacionaba y descendía de su auto compacto. 

Se desplegaron tácticamente, lo detuvieron y lo ingresaron a la casa. El movimiento “policial” causó de inmediato zozobra en los vecinos de la populosa colonia, ocupada casi en su totalidad por familias y con un constante movimiento de estudiantes foráneos que rentan cuartos en azoteas para cursar sus estudios en las cercanías del campus de la Universidad Veracruzana.

Temerosos salieron a ver qué sucedía hasta que supuestos oficiales les llamaron a la calma, les explicaron que era una detención oficial e incluso, cuando abandonaron el lugar se despidieron amablemente de todos los curiosos.

No hubo cuestionamientos, la alternancia política había llegado meses antes a Veracruz, una entidad que durante más de una década sufrió los estertores de la violencia por una lucha encarnizada entre cárteles de la droga y su combate a sangre y fuego por parte del Estado. Un año de esperanza y cambio.

Cuatro años después de la desaparición, el pequeño Yael Santiago, sigue preguntando: “Tata, ¿en dónde está mi papá?”

un hombre robusto en la sala de su casa

El taquero, Mario Herrera Nato, en su domicilio de algún lugar del puerto de Veracruz, sigue esperando encontrar a su hijo, José Roberto Herrera Reyes. Foto: Édgar Ávila Pérez 

El abrazo del dolor 

A más de 400 kilómetros de su hogar, en la inmensidad de la Ciudad de México y en el interior de un taxi, Don Mario y Maryjose, la esposa de su hijo, se abrazaban desconsolados.

En un silencio sepulcral, durante veinte minutos, se miraban con el rostro descompuesto, contraído y mojado. Habían recibido un balde de agua fría en su agitada búsqueda de José Roberto.

“Aquí no está”, escuchó las palabras de su nuera a las afueras de las oficinas centrales de la Procuraduría General de la República. Ahí se rompió todo. El sonido del intenso tráfico de la avenida se revolvía con los pensamientos.

En ese momento, seis días después de la “detención”, pensó que era el límite de todo. “Ya me lo mataron”, se dijo dentro de ese taxi que los llevó del puerto de Veracruz a la capital del país. 

Todo le parecía ajeno. José Roberto vivía a su lado y vio cómo desde los 18 años ingresó a trabajar a la planta Bimbo, cómo gracias a su empeño lo enviaron a capacitarse a Puebla y logró ir subiendo de categoría en el área de producción. Veía que era bueno, que era un buen muchacho.

Se cuestionó por los errores, omisiones y lo que dejó pasar desde el primer momento que le avisaron de la aprehensión de su hijo. “No hice todo lo que tenía que hacer en ese momento”, se recriminaba.

Buscó la ayuda del abogado Eduardo, que le arreglaba los papeles de una casa de su esposa, le contó cada detalle y luego visitó a la Policía Estatal, Policía Federal y las oficinas regionales de la Procuraduría General de la República.

— “¿Sabes qué? ya encontraron a tú hijo”, le informó un auxiliar del abogado. “Lo tiene la policía federal”, insistió. Era acusado, según la versión del litigante, de posesión de armas de fuego de uso exclusivo del Ejército y robo a mano armada.

A partir de ahí, una sangría de dinero a manos del representante legal. Primero 30 mil pesos para que pudieran soltarlo y cuando los pagó para poder ver a su hijo, la excusa fue que ya había sido enviado a la Ciudad de México.

Sólo dos días faltó a su taquería, siguió preparando tacos de buche, nana y de tripa con un llanto que no paraba y con la ilusión de juntar más dinero, porque le habían pedido 50 mil más, supuestamente porque habían agarrado a los “delincuentes” que se lo llevaron, hasta que la cifra se elevó, en distintos pagos,  a 153 mil pesos.

Ahí, en la gran urbe, luego de desahogarse fundido en un abrazo con la madre de sus dos pequeños nietos, llamó al togado para confrontarlo. Ni media hora había pasado cuando llegaron las amenazas.

— “Deja de andarlo buscando porque te lo voy a matar, voy a matarte y a toda tu familia”.

— “No te preocupes, yo voy a seguir buscando, yo no te conozco”, increpó. Sabía que “ya todo es lo peor”.

Perder la razón 

Ver aquellas escenas de su amada esposa fuera de sí, era como un puñal en el pecho. Observarla alterada, furiosa, golpeando las paredes y ahogando sus gritos en un lamento, era ver a una persona distinta con la que había vivido durante los últimos 30 años.

El cuadro de desesperanza lo rompía en dos. Una parte de él era Doña Virginia Reyes y mirarla descompuesta era mirarse así mismo. Se arrejuntaron tres décadas atrás, ella con un niño de cinco años y luego procrearon dos hijos más. Toda una vida juntos.

— “¡No puede ser, no puede ser!”, gritaba ella con un dolor que atravesaba a cualquiera y más a Don Mario. Inútilmente buscaba calmarla, darle esperanza, fortaleza y ganas de seguir.

Virginia había soportado medianamente la ausencia de su hijo en los primeros momentos de su detención, imploraba a su esposo pagar, juntar dinero, movilizarse al lado del abogado.

Y al escuchar desde la Ciudad de México el “aquí no está”, la fracturó, la quebró y la despedazó. Actuaba —recuerda aquel que la veía— como loca. Perdió el sentido, todo.

“Yo viví con ella 30 años, verla así es algo que no se puede explicar, es muy difícil de explicar lo que sientes; todo se derrumba, todo se viene abajo, todo”, dice Mario. 

Su casa ya era otra. Dormir poco, comer hasta que el estómago pedía comida. Abrazarse sólo para curar heridas del alma, pero por un tiempo el deseo de besarse quedó en el limbo. El sonido de la música alegre que siempre surgía de las bocinas, se apagó lentamente. 

Es cierto que ante la ausencia hubo un acercamiento de su familia, tanto con sus dos hijos restantes como con tíos, pero en el fondo Mario percibía que Virginia no lograba superarlo, que ya no quería nada con la vida. Ya quería irse, recuerda.

— “¿Qué piensas? Anímate”, decía con amor para arroparla.

— “Nada, no importa”, respondía.

Las búsquedas en hospitales, penitenciarías, morgues, fosas clandestinas se comieron dos años de su vida. Abandonaron su casa ante las amenazas constantes y se mudaron al otro lado de la ciudad. 

Por las mañanas Mario se unía a las brigadas de búsqueda del Colectivo Solecito, se adentraba a terrenos sombríos donde docenas y cientos de personas fueron sepultadas clandestinamente en una guerra contra el narco que no acaba.  

En las tardes y noches se convertía en taquero, golpeando con el hacha los trozos de carne, rellenando la tortilla con bistec, tripa, buche, su cilantro, cebolla y salsa. 

Y Virginia, rota, en casa.

Así les llegó la primera oleada de la pandemia por Covid-19. Era marzo del 2020, con un gobierno omiso ante las advertencias internacionales y ante una sociedad necesitada del trabajo para sobrevivir.

El dolor de cuerpo, las altas temperaturas y la falta de aire golpeó a ambos. Se refugiaron en casa, resistiendo los destrozos de un virus agresivo, implacable y desconocido.

En solitario intentaron enfrentar al Covid. Mario resistía, debilitado. Y Virginia tenía dificultades para respirar. Se desvaneció en dos ocasiones y su esposo poco pudo hacer, porque se ahogaba a cada instante. 

Ella, la que había perdido a José Roberto, fue internada en una clínica del Instituto Mexicano del Seguro Social. Durante 15 días intentaron sacarle la enfermedad del cuerpo. No cedía. Llegó el momento de intubar, se negó.  El 14 de junio  del 2020 murió.

Con falta de aire, dolorido y débil, Mario fue por los restos de Virginia. Un clima de desconfianza, miedo y pavor se vivía en los nosocomios. Sin sus hijos cerca, realizó los trámites legales, vio cómo trasladaban el cuerpo de Virginia al crematorio y recibió las cenizas.

Trató de consolarse, secarse las lágrimas y se despidió de ella en un panteón de la ciudad. 

“Si mi hijo está allá, ya está con ella”, se consoló. 

Un padre muestra el altar a su hijo desaparecido

Mario Herrera muestra fotografías y el altar en honor a su hijo desaparecido en 2018, José Roberto Herrera Reyes. Foto: Édgar Ávila Pérez 

Mudar el corazón 

Conoció el bajo mundo de una ciudad construida por esclavos africanos, se adentró al corazón de un puerto con estirpe europea y transpiró el lado oscuro de la urbe.

Desde una barra de bebidas, durante años, escuchó las historias subterráneas de los estibadores, cargadores y obreros de los astilleros. En la antigua ciudad amurallada, Mario era un instrumento del Dios Baco, su único liberador de la conciencia.

La juventud le dio el oficio de barman, creó dos bares en las colonias; alegró a generaciones de hombres y mujeres sedientos de sed que buscaban aplacar los intensos calores de un lugar de costa, pero también aplacar sus demonios.

Fue ahí donde acreditó que los carteles de la droga se habían apoderado del alegre puerto, que habían construido un gobierno alterno, con una red de cobro de impuestos y protección “policial”. 

Intentó huir de una realidad. Renunció al Dios liberador, huyó de los verdugos que acechaban sus pasos, que buscaban su dinero, que buscaban su tranquilidad y su alma.  

Puso pies en polvorosa. Corrió lejos, lo más lejos que pudo y se refugió en los tacos. En solitario, se puso la casaca de taquero y aprendió el oficio más amado. Se educó en el arte y logró crear tacos de longaniza, carne sada, cabeza, sesos…

Aún ahí lo alcanzó el infortunio. Y ahora, con la esperanza de encontrar a José Roberto se adentró a las fosas clandestinas que pululan a lo largo y ancho del territorio veracruzano. 

Arropado por el Colectivo Solecito, busca restos semienterrados, observa osamentas y percibe colores y olores de la sangre, grasa y restos; llegó al lugar del que quería huir, pero lo hace sin ser atrapado por la desdicha eterna.

Busca recomponer su vida, sin olvidar su pasado. 

Vive cerca de sus nietos, día tras día los procura, les lleva tortas de jamón que prepara su abuela materna, pasea a su lado; y en su casa que renta a las afueras de la ciudad, tantea de nuevo el amor.

“Yo pienso que ellos no se mueren, nada más se mudan al corazón de uno”, se despide. 

 

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Edgar Ávila Pérez

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